lunes, 28 de febrero de 2011

ALGUNOS FRAGMENTOS PEGAJOSOS

(...) yo ya no sabía, no discernía la realidad de los sueños, estaba en el séptimo cielo, y este era una fiesta de un pueblo de la Ribera de Navarra lleno de chicas morenas que se reían en voz muy alta, que se ponían brazos en jarras para cantar una jota y de la boca les salía un pajarico mientras la falda blanca de tablas les hacía pinza justo en la raja del culo, un culo duro y respingón como un pan de pueblo, y en la blusa se les marcaban los pezones igual que nueces, chicas que te llevaban a lo oscuro y te daban besos con lengua que sabían a zurracapote, o te la cascaban, sin dejar nunca de reírse, mientras sus novios hacían recortes a las vacas, chicas que te hacían una mamada sin sacarse la polla de la boca, y repitiendo despacito el nombre de su pueblo, Fustiñana, Cintruénigo, Ribaforada...


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(...) mi polla era la polla de todos los muertos de hambre del mundo, de todos los enfermos y salidos, yo los alimentaba con fantasías, sanaba los carcinomas que habían hecho engordar la religión, la moral, el pudor, el rechazo, sí, mis películas interesaban a alguien, se convertían en objetos de culto, yo había nacido para eso, había nacido con ese don, aquella minga como una grúa, capaz de levantar toda la basura del mundo y arrojarla a la papelera (...)

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Volví a buscarla la noche siguiente, y la otra, dejé de recorrer los sex-shop y de cantar en el metro, la acompañé bajo los puentes, a los descampados, se la metí por detrás mientras nos calentábamos en una fogata dentro de una casa en ruinas y dieciseis borrachas en el cofre del muerto se retiraban las telarañas de su coño, acaricié la cicatriz de su cabeza en un coche abandonado mientras le introducía un dedo de la otra mano en el culo y escarbaba toda su mierda acumulada en las tripas, mientras la oía gritar y cagarse en su padre, que la violaba con una botella de Ricard cuando solo tenía diez años, o tirarse pedos en la boca de su madre, que la quemaba con cigarrillos Gaulois para que amara ese dolor más que el de la polla paterna desgarrándole su ano núbil, la hice tragar fuego y lefa cada noche, hasta que pude conocer cada rincón de su interior, hasta que comprendí que, en realidad, la sangre con la que había pintado las paredes de sus cuevas era igual a la mía, a la de cualquier ser humano, la amé hasta que no pude más, hasta que no pude enfangarme más, hasta que supe que debía de guardar algo de luz y de calor para mí, hasta que aprendí a amarme otra vez a mí mismo, y solo entonces la abandoné como a una perra vagabunda, después de haberle pasado la mano por el lomo, quizás ahora Juliette tenga otra cicatriz en la cabeza, como la que se hizo arrojándose desde un puente cuando otro devoró también su corazón como si fuera un plato caliente, solo para no morirse de hambre y de frío. Y tuve mucho miedo, todavía lo tengo, incluso aunque me encuentre a miles de kilómetros de París, en Bangkok, en Manila, en México DF, de que sus ojos como lanzallamas vuelvan a buscarme, entre la multitud, para convertirme en ceniza.


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